Editorial Samarcanda
No hay leyes para escribir
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Manuel Avilés

Manuel Avilés

Sobre el autor

Cuarenta años de cárcel. He cumplido como si hubiera matado a tres y no he matado a nadie. En algún momento he tenido ganas. Disfrute todos los motines carcelarios tras la muerte de Franco, cuando dieron una amnistía que hacía falta, no como la «Puigdemoniaca» que se han sacado de la manga ahora. Viví en primera fila la descomposición de ETA y trabajé a gusto con Antonio Asunción y Juan Alberto Belloch en la desarticulación del terrorismo de aquella banda paranoide. Dirigí varias cárceles y me di cuenta, al morir Antonio, de que la vida es muy corta para dedicarse solo al trabajo en la administración pública. Hay que leer, oír música, andar en moto, escribir. Besar a quien no te traicione, apretarte con tu chica hasta confundirte con ella y comértela viva empezando por donde ella diga. Hay que tener un perro o dos —Casilda y Tobalin— y dejar que duerman contigo, en la misma cama porque son la expresión del amor supremo, el remedio de la soledad y de cualquier cabreo o desengaño, la seguridad de alguien que te querrá por encima de todo. Valoro a la gente honesta, trabajadora y fiel. Desprecio a los aprovechados, a los pelotas, a los vagos y a los vividores. A los traidores y a quienes se ceban con el débil y se arrodillan ante el poderoso. A los practicantes de política de pasillo dispuestos a comerse por un pie al que manda sin la menor objeción. Desprecio a los cobardes y meapilas, a los curas reprimidos, sacristanes y obispos que intentan contagiar su represión bajo capa de conducta necesaria para salvarse. A quienes se aprovechan del mando para tirarse a la más maciza disimulando que la ayudan y la protegen. No odio a nadie —aunque mataría a tres o cuatro si despenalizaran el homicidio—. Creo que la vida es bella y la escritura nos hace inmortales.

Los confesores reales

«La Iglesia desde que triunfó como institución en los años finales del Imperio Romano, con Constantino, comenzó a matrimoniar con el poder y se instaló en él. Esta novela cuenta, por medio de una monja curiosa e investigadora y un bibliotecario que colabora con ella por motivos intelectuales y de otra índole, cómo en España, desde los Reyes Católicos hasta Isabel II, la Iglesia católica puso en marcha con férrea mano la unión entre el trono y el altar. Los confesores reales fueron la larga mano eclesiástica que, desde el confesionario dirigían muchas veces la política porque ellos eran los portavoces de Dios, los que aseguraban que las decisiones de los reyes se adecuaban a su voluntad. Qué había de voluntad divina, qué de voluntad papal, que de política de las órdenes religiosas que peleaban por ostentar el puesto de confesor y cuánto —mucho a mi entender— influyó la Iglesia en la política del Estado a través de ese gran instrumento de poder que, después de muchos avatares para instalarse triunfó definitivamente en el siglo XIII y aún subsiste aunque devaluado: el sacramento de la confesión». Manuel Avilés Director del curso

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